[…]Más adelante me
detallaba cómo habían tomado las doce uvas en la playa. Salió a festejar con su
gente después de haber cenado en casa con sus papás y unos tíos.
«Hacía un frío
terrible allá en la orilla del mar, pero iba bien equipada de ropa ―decía―;
llevaba un gorro de lana cubriéndome las orejas y casi los ojos; allí a donde
el gorro no llegaba, la bufanda lo sustituía, y solamente me quité los guantes
cuando uno de los amigos, al llegar las doce de la noche y entrar el nuevo año,
sacó del maletero de su coche una pequeña paellera en la que, con el mango de
una herramienta golpeó doce veces, emulando las doce campanadas que
simultáneamente a las nuestras, se estaban escuchando en las televisiones de
todos los hogares. Hicimos un fuego, y alrededor de él dejamos correr el tiempo
cantando y contando historias siniestras. Al amanecer, alguien apareció con
varios termos de chocolate calentito y churros.
Fue una linda noche
en la que deseé tu presencia a mi lado, acá en la arena de mi playa, junto al
primer fuego; planificando el año que comienza y la década para la que ansío
tantas cosas positivas... No quiero que te sientas triste por mi ausencia.
Volveré cuando menos lo esperes, pero, mientras tanto, esperaré a que tú mismo
emprendas el viaje que me permita mostrarte esta tierra porteña. En ella hay
muchas cosas bellas además de su costa. En la parte sur de donde se ubica la
gran fábrica, se encuentran todavía los restos de los antiguos pobladores
Íberos. Cuando me acerco hasta allá, tomo asiento en la arena negra de lo que
llamamos el Grau Vell, y me imagino
una gran flota de barcos arribando al viejo puerto, con sus cargas de especias
y sedas. Es entonces cuando las tres cuartas partes de mi sangre española se
crecen, y en su crecida, me transportan a las piedras de los viejos templos,
ubicados allá arriba, en la loma» […]
Cap. XIII (Pág. 126)